Nuestro presente es nuestra única certeza.
Irónicamente, no nos pertenece.
Nosotros pertenecemos a él.
Cerraste los ojos. Siguiendo mi guión, te dejaste llevar por otro tipo de sensaciones que entonces te abordaban. El frío del mar acariciando tus pies arrancaba de pronto una sonrisa de tus labios. Yo estaba a tu lado y podía verlo, podía ver tu gesto de placer y suma tranquilidad, cómo alzabas las cejas levemente e inspirabas profundamente, llenándote del olor a arena y sal.
Escuchabas mis palabras como quien lee su libro favorito, con cariño, sin prisas, con el tiempo en pausa, borrando todo lo demás de alrededor. Aquel momento era como degustar una onza de chocolate dejando que se funda en tu lengua sin tan siquiera masticarla. Era como escuchar tu canción favorita mientras dejas que el tiempo pase alrededor a toda velocidad, dejándote inmune a su transcurso.
Me acerqué, pidiéndote mantener aún los ojos cerrados. Así lo hiciste mientras te acariciaba el hombro, cayendo por tu brazo y volviendo a subir por el mismo hasta encontrarme con tu cuello. Aparté tu pelo hacia un lado y besé justo bajo tu oreja, percibiendo un cierto estremecimiento en tu piel. Suspiraste, suspiré. El mar seguía agitándose ante nosotros con cierta calma y sin ritmo alguno.
"Abre los ojos, Ari", dije. Lanzaste la mirada al infinito, hacia un horizonte que no acababa en ningún sitio, hacia el límite del mar.
Me dispuse detrás y acaricié tu vientre con una de mis manos. Mientras, con la otra, acaricié tu pelo como si del mayor de los tesoros se tratase. Cerraste los ojos sin querer, pero no me importaba, prefería que te fundieses en sensaciones. Volviste a perderte en el olor a arena y sal, en el frío del agua bañando tus pies y en mis caricias perfilando el contorno de tu cuerpo.
Sujeté tus manos sobre tu vientre y comenzamos a caminar hacia adelante, sintiendo juntos el embiste de pequeñas olas en nuestras rodillas, en nuestros muslos, en nuestros torsos. Ya cubiertos por el océano te abracé. Creé con mis brazos un refugio inquebrantable sólo para ti, para siempre.
"¿Te imaginas un amanecer en Sydney?", te susurré estrechando mis brazos. Mis palabras se unieron a los primeros rallos del sol, que emergían más allá de los confines de la Tierra. Volviste a sonreír, mostrando esta vez todos tus dientes sin miedo e inclinando levemente el rostro. Me coloqué ante ti y sujeté tu barbilla para provocar un descarado encuentro de nuestras miradas.
Acaricié tu labio inferior con mi pulgar. Que cliché, ¿verdad? Y qué tierno a la vez. Continué por tu mejilla mientras me acercaba a tu sonrisa. Eran pocos los centímetros que separaban nuestras alegrías cuando me detuve para susurrarte por última vez.
"Esto es para ti, para siempre. Buenos días, Ariadna".
© Leo Sarmed. 2016.
Relato dedicado a @Aricuentista
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comenta si no quieres ser un simple numerito en mi indicador de visitas.