Me perdonaréis
el tono serio y abatido de este post, pero hoy quiero hablaros de una de las
cosas que más odio y más he odiado siempre, las despedidas.
Nadie quiere
despedirse de un ser querido, pero hay muchas circunstancias en la vida que nos
obliga a hacerlo. Una de ellas puede ser una defunción, otra una ruptura o,
simplemente, un alejamiento gradual e inevitable. Sea cual sea el motivo, la
pérdida de un ser querido te hace perder un trozo importante de ti mismo/a, y
lo peor de todo es que ese trozo es irrecuperable.
Aparece en tu
vida alguien que te llena de buenos momentos y ni siquiera sabes cómo ha
llegado ahí, pero sabes que está. Tu vida se convierte en algo tan bonito que
ni te percatas de ello. Pierdes la noción de ti mismo y de lo demás.
Cometes errores,
como todo el mundo. Menosprecias cosas que el tiempo te hace venerar más tarde.
¿Qué pasa? De
pronto un día ya no está. Al principio no quieres creerlo, piensas que estás
teniendo una pesadilla, pero los días pasan y esa persona no está, queda un
gran vacío en su lugar...
Encuentras
objetos, momentos, personas e incluso olores que te recuerdan al ser que un día
fue. Observas ese lugar que ocupaba; a lo mejor en un sillón, a lo mejor en una
escalera, en un momento o en tu cama. Te das cuenta de que el viento es más
frío que antes y que el silencio ocupa, junto a la ausencia, cada rincón de tu
nuevo mundo.
Los sueños se
hacen más pequeños, todo importa un poquito menos y hasta tu propia vida adopta
un segundo plano.
Te haces mil
preguntas y te cabreas al buscar una respuesta que no existe para ti. Recorres
las calles, las plazas, los caminos y los sueños en busca de alguna pista,
algún indicio que te guíe; pero nada... no queda nada.
Esos lunes por
la mañana pesan más que nunca y tratas de encontrar un sentido para cada
amanecer. Miras atrás y sólo quedan unos recuerdos que se asemejan más a un
sueño que a una realidad pasada. Sí... en cierto momento todo aquello fue real.
Intentas
aceptarlo, aceptar que la vida es caer y seguir caminando, pero de poco sirve
caminar cuando tu sendero no te lleva a ningún lado.
Desorientación,
frustración, miedo... las sensaciones y sentimientos se agolpan con esa
pretensión de abarcar todo tu ser a la vez, pero no pueden menos que turnarse
para poder demostrar todo su esplendor.
Te arrepientes
de los errores, de lo mal hecho y de lo que debiste haber hecho y no hiciste. Esa
disculpa que quedó en el aire, esa frase a tiempo o rectificar. Pero es tarde.
Pides a Dios una segunda oportunidad, pero no quedan de esas en este mundo.
Piensas en las
palabras, los abrazos, los consejos, el cariño... piensas en todo eso que queda
flotando en el aire sin ir a ninguna parte, como errante...
De pronto un
día te encuentras en medio de una calle, solo, quieto y acabado mientras esa
otra persona camina despacio, pero sin descanso; alejándose a cada paso más y
más de ti.
Nunca me gustó
decir adiós... por eso me limité a quedarme callado, hablando entre susurros
impronunciables que nadie oía; ni siquiera yo.
Triste pero cierto, nos encaminamos, irremediablemente hacia las despedidas. La vida es así. Pero hay que ser un poco positivo y ver que con cada adiós hay un nuevo hola. Y es mejor ser positivo, porque nos queda demasiada vida por delante, demasiadas despedidas, tenemos que procurar que duela lo menos posible.
ResponderEliminarIrene
Irene... mi gran lectora. Antes que nada, agradecerte tu participación activa. En segundo lugar, agradecerte unas palabras tan acertadas. Debemos sacarnos siempre ese as de la manga, aunque a veces debemos mirar al dolor o al miedo a los ojos para poderle decir a la cara ya no me dueles y ya no me das miedo.
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