Quien abraza el amor abraza la vida, pero también el dolor.
Amé, amé fuerte como se ama la música que resuena fuerte en las entrañas. Me embriagué tantas veces en recuerdos que me volví inmune a mí mismo, a mis quejas, a mis preguntas, a mis propios reproches... Caí, caí desde tan alto que dejé de temer al dolor mismo. Dejé de temer a intentar echar el vuelo.
Sufrí, sufrí aprendiendo porque sólo se desgasta las suelas aquel que camina vasto y largo. Y no soy nada, sigo sin ser nadie, sólo un niñato. Me río cuando pienso mientras tengo sólo veinte años.
Me he llegado a sentir tan grande, tan inmenso e incluso eterno... He creído tener el poder de parar el tiempo, sin necesidad de botones o hechizos. Hacer magia con sólo un beso.
He sido tan afortunado... Afortunado por el aroma que ha llegado a envolverme, por los abrazos, por el valor de cada mirada.
Lo he tenido absolutamente todo entre mis manos. Esos momentos en los que sus caderas quedaban atrapadas entre ellas. Esos momentos...
Fui la mejor versión de mí mismo, la persona que quería ser y, a la vez, el niño al que estaba matando por dentro. Fui un gran exponente de la belleza humana perdida, de los valores, del "carpe diem". Fui el polvo acumulado en un torbellino de emociones que jamás temería desperdigarse en un vacío y frío infinito.
Amé, amé más fuerte de lo que jamás hubiese creído poder hacerlo. Lloré, lloré por perder sus caderas de entre mis manos como la arena que se escapa al viento. Lloré buscando su aroma como si de mi droga se tratase. Me moví. Soy caminante del mundo hurgando en cada rincón del mismo un atisbo de su presencia, de sus ideales, de su esencia. Buscando el abrazo que nunca se despidió de mí.
Viajé... viajo, y una parte de él va siempre en mi equipaje. No pesa, y a la vez pesa tanto...
Fui indigno ante la belleza, me cegó una divinidad encarnada. Pero voló. No como lo hacía conmigo. Voló como lo hacen las almas más bellas, dejando una huella imborrable en mi ser, pero alejándose cada vez más y más, sin dejarme la posibilidad si quiera de pronunciar en susurros lo que mi alma gritaba cada noche entre sueños.
Amé. Amé y fui amor. Fui amor y fui sexo. Fui una novela escrita en piel. Fui el incienso. Fuimos.
Fuimos inmortales. Combatimos el frío en todas sus vertientes. También el calor. Luchamos cada noche contra el fuego, contra nuestro propio fuego. Nos quemamos despacio, nos dejamos arder y ardió todo a nuestro alrededor. Fuimos un torbellino imparable de polvo y fuego. Fuimos amor y fuimos, de nuevo, sexo. Fuimos dioses, fuimos mensaje. Jugamos con nuestras plumas sin temor a romper nuestras alas.
Estallamos como supernovas en nuestro afán por alcanzar los límites del universo sin ser conscientes de nuestra finitud.
Amé, amé fuerte, muy fuerte. Caminé olvidando que mis piernas estaban vivas, que mi respiración era viva, que mis latidos eran mi vida. Caminé olvidando que a veces los caminos también se acaban y que lo vivo a veces muere. Sólo a veces. Él se cansó de caminar y voló. Voló como lo hace la belleza, como lo hace la pureza, sin necesidad de alas.
Amé. Amé fuerte, muy fuerte.
© Leo Sarmed. 2016.
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