Te despiertas
un lunes y te das cuenta de que todo es igual. Te levantas, desayunas, te
evades en pensamientos absurdos, te vistes, escuchas esa canción alegre que te
da ánimos, te peinas, coges las llaves, abres la puerta y pisas el mundo.
De camino
piensas en qué se ha convertido tu rutina y tienes esa estúpida creencia de no
poder con un día más, con otro tedioso lunes.
Se te ocurren
historias, frases o, simplemente, sensaciones; pero te falta esa hoja sobre la
que plasmar cuanto posee tu ser.
La realidad
dista en demasía de esa abstracción: matemáticas a primera hora. Está
amaneciendo en la ciudad y, en vez de perderte en los colores y olores de la
maravilla misma, caminas hacia una serie de números ordenados y fórmulas que
prometen una verdad vacía con su tenue hilo de voz.
De pronto
piensas: “¿Por qué lo hago? ¿Qué me impulsa a caminar día tras día?” Es
entonces cuando recuerdas tus motivos.
Pocos pasos te
separan de tu ácida monotonía; queda poco para alcanzar tu meta. Aparece pues
ese joven divertido jugando con las olas del mar y ese descanso suave y dulce
entre líneas de historias perdidas.
Los días se
integran en una eufórica cuenta atrás, puedes hacerlo. Parece que este camino
carece de sentido, pero sabes que detrás de todo ello se esconde esa sonrisa
compartida y una evocación que acaricia la realidad.
Yo, mientras
tanto... seguiré esperando sentado el sonido del primer timbre de un lunes
cualquiera de mayo.
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