Presioné un botón y la música empezó a sonar gradualmente.
Toda una recopilación de sonidos nos evocaba a un oriente próximo, a las
fantasías de las mejores narraciones del romanticismo. Me senté ante él en la
cama. Todo estaba preparado, mi cuerpo semidesnudo ante su cuerpo completamente
desnudo. En mi mano derecha, una cerilla prendida. En la izquierda, una vela de
color rosado. Acerqué la llama ante su atenta mirada y la mecha pronto empezó a
arder. Paseé aquel fuego por delante de sus ojos durante un escaso minuto, pero
eso sí, muy despacio.
Yo soy de los que piensan que los momentos de placer hay que
vivirlos despacio y, cuanto más, mejor. Lo bueno hay que eternizarlo, y eso
hacía en todo momento. Intentaba grabar en su memoria y perpetuar para siempre
cada instante que la noche regalaba.
Solté la vela sobre la mesita de noche y le indiqué que se
pusiese cómodo. Se tumbó de espaldas a mí y me coloqué a horcajadas sobre su
cuerpo. El ambiente comenzaba a oler a algo erótico y afrutado. Una tenue y
lejana luz bañaba una situación templada, ideal.
Primero una ligera toma de contacto de las yemas de mis
dedos sobre sus hombros, cayendo por su espalda como lo hace el agua de una
cascada. No había prisa y el momento se tornaba más dulce cada segundo que
pasaba. Silencio, relax y toda una noche por delante. Todo ello, junto a su
cuerpo y el mío, formaba la combinación perfecta.
Mis caricias se prolongaron un par de minutos más.
Descendían y volvían a ascender. A ratos se aventuraban por su pelo y
provocaban ligeros escalofríos en su piel. Sucedía lo mismo por sus hombros,
sus brazos y sus manos. Mis dedos se introducían entre los suyos y se fundían
rápidamente por el resto de la mano como dispersándose por su piel.
Me detuve. Tomé la vela aún encendida y la sujeté en alto
sobre su cuerpo. Volteé ligeramente el recipiente que la contenía y el aceite
cayó en su espalda, liberando algunas gotas que caían por su cintura hasta
llegar a la toalla que protegía la cama. Dejé de nuevo la vela y esparcí todo
ese aceite por su piel. El olor parecía intensificarse, generando en ambos una
sensación sumamente agradable. Comencé a masajear su espalda y ascendí a sus
hombros, en los cuales me entretuve. Mis nudillos se deslizaban por su columna
vertebral y las yemas de los dedos aplicaban su fuerza en todo el contorno del
cuello. No pudo escaparse tampoco su cintura, sus brazos ni, más tarde, su
cabeza.
En ésta última hice énfasis. Me adentré en su nuca con la
mano en garra y provoqué toda una corriente incontrolable que trepaba por su
espalda hasta el punto de encuentro de su cuerpo y el mío. Quizás os preguntéis
cómo puedo saber algo así. Muy sencillo, quien sea aficionado a dar masajes
sabrá el nivel de conexión que puede lograrse con esa otra persona, cómo
podemos interpretar en la piel que vemos y tocamos las sensaciones más puras
que subyacen en el encuentro. Hay quien incluso puede leer en esa piel los deseos
más vivos de la persona. Es algo que roza lo mágico…
Movido por la atracción que el olor me producía, me incliné
hacia adelante y me atreví a probar su hombro y su cuello. Besé esa zona con
sumo gusto, notando un ligero sabor a cereza delicioso. Pude ver como sus
labios se entreabrieron y liberó un suspiro.
Mis manos y mis labios jugaban entonces a la par. Dejé por
un momento de pensar en su placer y me detuve a deleitarme del mío, del sabor,
del tacto suave, de estar en contacto con él, de tenerlo entero desnudo para mí
y de contar con todo el tiempo del mundo para disfrutar.
Mis manos fueron descendiendo por todo su torso como
abrazándolo intensamente y llegaron al
término del mismo. Me incorporé y retrocedí unos cuantos centímetros.
Atrapé sus nalgas entre mis manos y masajeé sus glúteos como minutos antes hice
con su espalda. Proseguí mi descenso por sus muslos y luego por sus gemelos.
Ascendí nuevamente masajeando con fuerza ambas piernas, jugando un poco al
llegar a los muslos tocándolos por su parte más interna. El ascenso esta vez se
anunciaba fatal, acercándose a una zona erógena por excelencia. Pero no, no
llegué a terreno prohibido, no aún. Volví a sus glúteos y repetí el ciclo
completo de masajeo.
Retomé mi posición inicial, acerqué mis labios a su oreja y
la mordí levemente. Su cuello se contrajo un poco y entonces le susurré: “Gírate”.
Quería tenerlo frente a frente, aún tumbado, para continuar
mi masaje por ese otro lado del cuerpo. Obediente, siguió mis instrucciones y
me regaló una mirada que mezclaba calma y deseo a partes iguales.
Como para mantener la simetría, comencé mi masaje por sus
hombros. Este continuaba por su pecho, jugueteando con sus pezones y rodeando
con un dedo su ombligo. Su vientre se rendía visiblemente a mis manos y sus
caderas simplemente se dejaban hacer.
Acerqué mis labios a su vientre sin
apartar la mirada de sus ojos. Una conexión brutal nos unía: deseo contra
deseo, el tacto de nuestra piel, de nuestra desnudez y de nuestras pasiones desatándose
tan lentamente…
Acaricié su pubis. Lo hice con los ojos cerrados, notando el
tacto de un vello insinuado. Descendí a un ritmo agónico, sin tan siquiera
saber qué camino guiaría mis pasos, con la cabeza inclinada al cielo y los
latidos de mi corazón acompasado al de él. Lo sabía, podía notarlo. Vivíamos
con la misma intensidad cada milímetro del tacto. Éramos, entonces, uno sólo.
Me detuve al notar la base de su pene en creciente erección. No, todavía no.
Con el dedo índice de cada mano acaricié el comienzo de
ambas piernas y seguí por los muslos. Sí, por el interior de ellos. Abrí los
ojos y lo encontré con gesto intenso, aún con los ojos cerrados y la boca
entreabierta como respirando a base de suspiros entrecortados.
Me senté en la cama y abrí el cajón de la mesita de noche.
Todo estaba perfectamente preparado. De allí cogí un botecito y vertí un fluido
rosado sobre mis dedos. El sabor de la cereza del aceite de la vela esta vez en
un gel lubricante. Recomiendo comprar esos productos en pack para mejorar este
tipo de experiencias.
Él me miró con aire intrigado. Acerqué mi dedo mojado en gel
a sus labios y se lo di a probar. Acaricié sus labios, luego su lengua y vuelta
a empezar. Vi como su miembro se endurecía mientras su boca jugaba con mi dedo
y viceversa.
Su respiración se fue agitando más y más. Mi excitación era
asimismo difícil de ocultar. Me levanté y, de espaldas a él, me desprendí de la
única prenda que me cubría, mi bóxer. Eché un vistazo y comprobé cómo mi hombre
se mordía el labio inferior y me invitaba sólo con el gesto a volver con él.
Eso hice, me tumbé sobre él, sintiendo esta vez todo nuestro cuerpo desnudo en
contacto con el calor ajeno. Comenzamos a besarnos, pero despacio, muy despacio…
Su boca sabía a gel de cereza, deliciosa… En ella me entretuve largo rato
mientras nuestros latidos se encontraban al igual que hacían nuestras
erecciones enfrentadas.
Me senté de nuevo a horcajadas y llené mi mano con más gel
lubricante. La llevé a su miembro y lo mojé bien, masturbándolo rítmicamente.
Él, mientras tanto, se limitaba a dejarse hacer. Nos comunicábamos con las
miradas, que gozaban entonces de una intensidad sin precedentes. Masajeé bien
su falo desde la base hasta la punta mientras la otra mano se entretenía
haciendo lo suyo en los testículos. Su cuerpo se contraía un poco por el
placer. Su gesto, también contraído, me indicaba todo el camino. Era fácil…
Lo que pasó en adelante es algo que ya os contaré. La noche
fue muy larga y este ha sido tan sólo un breve fragmento de la misma.
©Leo Sarmed. 2016.
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