Desperté. Desperté sin despertar, de esa forma en la que
sales de un sueño para entrar inmediatamente en otro.
A escasos metros de mí se encontraba Rocío, ensimismada
entre hojas y composiciones. A ratos murmuraba algún estribillo confuso y aún
vacío, sin su música, sin su escenario. Sus versos se intuían en el aire, me
envolvían sin saberlo; a ratos narrados, a ratos envueltos en su propia
melodía.
Cerré los ojos para acercarme a aquella voz suave y dulce
sin tan siquiera moverme un palmo. Logré deslizarme sobre su hombro y por entre
sus labios; casi podía acariciar sus palabras y adentrarme en aquellas tantas
historias creadas al margen del sopor de la madrugada.
Rocío cantaba y, sin
dormir, Rocío soñaba.
Por un momento sentí su pelo, escuché su alma. Sabía
transmitir entre acordes mil y una esencias en pretérito. Rocío no canta a lo
que fue, no sólo se hace eco de lo que otros corazones sintieron. Rocío plasma
sobre la melodía lo que siempre será: para algunos un recuerdo y para otros tantos,
un bonito cuento.
Se gira, sonríe al hallarme despierto y se arranca a cantar.
Su voz traspasa mi piel y me eleva al cielo.
¡Ay, Rocío, cuánto te quiero!
© Leo Sarmed. 2015.
Relato dedicado a Rocío, vocalista del grupo Versilia.
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